31 de agosto de 2015

La mujer indolente


*Se recuerda al lector que los capítulos de La vida de Sky Cryster son un proyecto aparte, que no publicaré completo, excepto algunos capítulos que en este momento si considero aptos para el público.


La Vida de Sky Cryster - Capítulo **


No puedo decir que mi experiencia con mujeres es nula. Una vez hubo una que llegó a mí, y se fue del mismo modo en que había venido; en silencio y sin explicaciones.

Nunca supe que sintió ella por dentro, en su pequeño alma refugiado en un fuerte. Y nunca me atreví a preguntarle después, a pesar de que ardía por dentro por saberlo. Hay preguntas en mí, que florecieron en todo su esplendor y se marchitaron, ya que nunca obtuvieron respuestas. Tal vez era mejor no obtenerlas y permanecer en la duda.
No la conocía en absoluto. No sabía nada de ella. Trabajábamos a diario codo a codo en un gran escritorio, en silencio. Todo el día en absoluto silencio.
De vez en cuando me volteaba ligeramente a mirar su expresión de reojo, un bello rostro de mujer joven que se ocultaba tras una espesa mata de cabellos que utilizaba como un muro, un muro que impedía el acceso a todos aquellos que allí trabajábamos.
De vez en cuando alguien se atrevía a dirigirle la palabra y se arriesgaba a contarnos un chiste, para el cual ella apenas se inmutaba con una ligera mueca apenas visible. Era como una estatua, blanca, bella, rígida, o un robot que solo estaba entrenado para realizar su trabajo, sin emociones ni la capacidad para sociabilizar.

Llegaba puntualmente a la hora, saludaba al grupo, se sentaba en su puesto y se mantenía allí hasta la hora de la salida, ocultándose tras su cabello. No almorzaba, no se levantaba para ir al servicio, no se preparaba un café, no comía nada. Se concentraba en su trabajo en estricto silencio ocultando su rostro y con él cualquier oportunidad de acercamiento.

Soporté aquella rutina por dos meses. Luego no resistí más. Por dentro me quemaba el deseo de iniciar una conversación, un intercambio de palabras y opiniones humanas que rompiera aquel estado de estricta distancia.

Un día después del trabajo decidí seguirla. No es que yo fuera un sicópata que acostumbraba a hacerlo, pero la tentación me obligaba a averiguar quién era aquella estatua tan misteriosa. Solo había dos alternativas; Era una bella persona que se transformaba después del horario laboral y regresaba a su humanidad, o definitivamente siempre había sido un libro abierto, en el cual no había nada que leer, la misma mujer aburrida e inexpresiva que acostumbraba a trabajar con nosotros en la misma oficina.
Ella salió del edificio vistiendo su acostumbrado uniforme, una falda apretada y una blusa blanca.
Sobre ello llevaba un abrigo largo, bajo el cual se ocultaba dejando mostrar solo las piernas.
Se alejó del edificio cruzando calles y avenidas a paso rápido, dejando atrás todo lo que día a día la atormentaba. A cada paso se acercaba más y más a su libertad, a su refugio de tranquilidad y confianza, a su hogar. El momento del día que satisfactoriamente se quitaban las máscaras y se invitaba a la comodidad, para aquellos que no suelen ser uno mismo en presencia de la formalidad.
Esta era la única conclusión que esperaba comprobar acerca de ésta persona.
La seguí un rato por la ciudad, cuidadoso de ser visto en caso que ella diera la vuelta en algún momento, lo cual nunca hizo.
Me llevó por todo el centro, atravesando avenidas, puentes, y zonas de comercio, doblaba en esquinas tratando de perderme entre la multitud y los drásticos cambios de dirección, sin saberlo. ¿Lo intuía?
Después de un rato disminuyó el paso al cruzar un pequeño parque adornado con césped y flores, en donde el sol anaranjado del atardecer alumbraba aún las copas de los árboles.
Ella se quitó el abrigo y se sentó en la banca. Abrió su cartera, sacó de allí un pequeño objeto e hizo una llamada.
Entonces finalmente decidió echar un vistazo a su alrededor, verificar que se encontraba estratégicamente sola sin un ser humano en un radio cercano. Satisfecha continuó revolviendo su cartera.
Yo me mantuve escondido tras un vehículo estacionado, observándola a través de las ventanas.
El sol se alejó de las copas de los árboles manteniéndose en la azotea de los edificios. El día se estaba despidiendo y yo esperando continuar con el tour por la ciudad, curioso de los lugares hacia donde me llevaría.
Tal vez estaba esperando a alguien y yo debía darme por vencido, derrotado de la tentación de actuar como si de pronto me la cruzara casualmente por la ciudad.
La señorita finalizó su descanso levantándose de su asiento y volviendo por la dirección por la cual había llegado. Se volvió a colocar el abrigo y continuó por otro lado de prisa nuevamente. Yo por supuesto, la seguí.
Los faroles se encendieron y el sol desapareció. Un ligero viento helado comenzó a barrer por el paisaje otoñal, botando las hojas secas de los árboles y susurrando a través de sus ramas desnudas.
La mujer se alejaba del centro y su multitud, adentrándose en zonas residenciales que quedaban en una pequeña altura.
El cielo oscurecía y yo comencé a preguntarme si tal vez no era mejor dejarla sola, pues no tenía ningún plan para enfrentarla, llegada la oportunidad de hablar con ella.
Pero no era necesario mi plan ni la oportunidad de hablar. Todo sucedió muy rápido.
Me acerqué lo suficiente como para que me distinga apenas se diera vuelta, pero en vez de voltear, continuó su paso y dobló en una esquina en la que había grandes casonas, que contenían algunas ventanas iluminadas en su interior y otras aún oscuras.                               
Allí había un callejón sin salida en el cual ella decidió entrar, y entonces comprendí que se trataba de su domicilio. Alguna de esas ventanas oscuras se iluminaría luego que su habitante entrara a su hogar.
Aquella era mi última oportunidad de acercarme a ella, quien había decidido dirigirse a la puerta de la última casona del callejón, que se encontraba en una altura, accesible mediante escaleras de concreto.
Me acerqué a ella, quien se encontraba de espaldas hacia mí buscando la llave de su casa. Me detuve a un metro de ella en silencio. Ella presenció mi cercanía, y se dio vuelta de inmediato. Al verme allí tan cerca y reconocerme dio un leve grito de susto y quedó petrificada.
Di un paso hacia el frente y le tomé las manos.
Entonces el cielo ya no estaba azul ni quedaba rastros del día. Los faroles iluminaban las calles y avenidas pero no el callejón. Y allí estaba yo junto a ella, en la oscuridad.
La tomé por la cintura y la acerqué a mí, esperando una reacción de rechazo. No la hubo. Posé mis dedos sobre su cuello y lo recorrí con las yemas de los dedos hasta llegar a su mentón.
La acerqué a mí y la besé, sin permiso alguno, sin necesidad de algún intercambio de saludo.
Ella me correspondió en silencio buscándome en la oscuridad con sus manos. La abracé y le concedí que me devolviera el abrazo.
**aqui es donde la historia podría terminar sin más, o preferentemente, continuar con lo siguiente**
La tomé de las manos y la llevé a un lado de la escalera, una esquina protegida por un árbol, un lugar más privado para averiguar quién era mi compañera.
Ella se dejó guiar y se apoyó de espaldas en el tronco del árbol.   
La rodeé con los brazos y la besé, como pocas veces he tenido la oportunidad de besar a alguien.
Su rigidez y tensión fueron cediendo a medida que su cuerpo se acercaba más al mío, hasta eliminar por completo alguna distancia entre los dos, acomodándose ella entre mis brazos con un deseo casi imperceptible de poseerme. O tal vez yo solo me lo imaginaba.
Pero de que ella me deseaba en aquel momento, de eso puedo estar seguro, lo hacía.

Abrí su abrigo en el momento en que sus piernas rozaban las mías incitándome a deshacerme de las telas que la cubrían y que impedían mi total acceso. Aunque mi objetivo no fuera precisamente el acceso, contemplé la tela fina deslizarse sobre una piel suave con aroma a lavanda. Era hermosa, estéticamente bella, como suelen ser las mujeres, una delicadeza a la cual yo no estaba acostumbrado.
Sin decir una palabra me entregué aquella noche junto a ese árbol a un instante, al que jamás habría atribuido a mi propia experiencia, convirtiéndolo siempre en algo ajeno y codiciado por los demás. Probablemente fue mi merecido no impresionarme ante la calidad del disfrute ni en la magia que contenía, pues no fue sorpresa alguna el resultado que ya anteriormente había supuesto.
Mi deleite consistía en descubrir las crecientes emociones de mi compañera, quien se complacía en poseerme de una manera no convencional, a la intemperie y en un lugar público, como fantasía de muchos y de la cual su goce yo ponía en duda.
Y de alguna forma me divertía percibirla tan cerca y de un modo tan distinto a lo acostumbrado, una repentina confianza anteriormente imposible y todas las actitudes socialmente obligatorias esfumadas en un momento en el que ella me disfrutaba y me utilizaba para complacerse sin saber que yo solo era un medio, ya que no me era posible comprender aquellos sentimientos y sentirlos por completo.
No era mi intención arruinar el momento, ni mi deseo alejarme de allí ni abandonar mi cometido. Me dejé llevar a un mundo del que todos regresan emocionados y con anhelo de regresar. Tal vez yo no regresaré. Haberlo visitado una vez me dejó lo suficientemente satisfecho para no necesitar volver.

Me despedí con un beso y una sonrisa de su parte, pero aún sin decir palabra. El silencio no opacaba la confianza que de pronto nació entre los dos. Ni siquiera me había preguntado cómo fue que llegué hasta allí. Ninguna explicación hacía falta para defender con algún argumento lo sucedido.
Ella regresó a la puerta de su casa y desapareció tras ella.
Yo continué bajo el árbol un tiempo corto, observando como en una de las ventanas de la gran casona se encendía una luz y acto seguido se cerraban las cortinas.
Entre la neblina nocturna me fui de allí, camino de regreso al centro preguntándome que sucedería desde allí en adelante.
***
Volví al día siguiente a la oficina, un poco atrasado y un poco extasiado. Ella se encontraba como siempre en su lugar, inexpresiva, rígida y en silencio. No volteó a mirarme. Durante el día no avancé mucho en mi proyecto de entonces, pues esperaba de su parte algún gesto, alguna aprobación o emoción. Pero no recibí nada de ello. Su silencio la mantuvo firme y concentrada en su actividad.
Al día siguiente lo volví a intentar. Y en un momento del día volteé y la miré fijamente, pero ella no me devolvió la mirada. Simplemente actuaba como si yo no existiera, como si no hubiera pasado nada, como si ella misma no estuviera allí.
Al principio fue perturbador, y con el tiempo dejé de intentarlo y acepté mi derrota. No se le puede pedir a una máquina que responda por iniciativa propia. Tampoco la volví a seguir después del trabajo. Apenas la saludaba a diario, como la ley social obliga como comunicación mínima exigida.
Tuve que conformarme con haber vivido la intimidad máxima con una completa desconocida que veía a diario durante todo el día. Hasta que renuncié. Cuando me fui de allí y me despedí de mis compañeros, solo le dije adiós, el cual ella me devolvió cordialmente. Después de eso, nunca más la volví a ver.

Esta fue mi experiencia, de la cual no suelo acordarme muy seguido, ni hablar sobre ello con muchas personas.


Fue tan solo una simple experiencia, una entre muchas otras cosas que me han sucedido en la vida, ni más ni menos importante que el resto. Hago mención de ella por el simple hecho de que al público le importa mucho más que a mí mismo.

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