16 de octubre de 2014

Cuento: La sobreviviente

Prólogo

Varios meses después sostuve el recorte noticiero en mis manos, sonriendo leí murmurando y recordando aquel tiempo, en el que todos estaban asustados pendientes de nuevas noticias, mientras yo tomaba infusiones y chocolate calientes en una cabaña en la montaña, totalmente desconectada del mundo a mi alrededor.

En el año 2010 sucedió la tragedia, una gran noticia que impacto casi el mundo entero y de  la cual se habló bastante.
Fue el 1 de agosto que el avión de pasajeros salió desde Sao Paulo a las 22:30 en dirección a Santiago de Chile. Pero jamás llegó a su destino.
Al día siguiente todos los noticieros habían alborotado el tema del mes; la desaparición del
Aéreo-237, el cual había dejado de enviar información al sobrevolar el territorio argentino. Los cuerpos de rescate estaban en pleno trabajo de buscar la nave y sus posibles sobrevivientes.
Luego de una semana de búsqueda finalmente encontraron los restos de la nave. Había caído sobre la Cordillera de los Andes, en medio de una quebrada de altas montañas, destrozada y semi cubierta de nieve. Encontraron todos los cuerpos de los pasajeros dentro, nadie había sobrevivido. Luego de la identificación de cuerpos se percataron de que faltaba uno, la persona que debía estar allí con los demás había desaparecido.
Y así fue como comenzó el misterio de la mujer desaparecida, a quien buscaron por varias semanas más, por toda la zona del accidente. ¿Había sobrevivido ? ¿Estaban seguros de que realmente había despegado de Sao Paulo? Jamás la encontraron.

Cuarenta días después, luego de investigar y buscar se dieron por vencidos y asumieron de que jamás la encontrarían. Un día apareció la mujer, como si nada, sana y salva, en un pequeño pueblo argentino, anunciando de que estaba viva.
Muchos se desconcertaron, y los medios de comunicaciones la atormentaron con preguntas, ¿Cómo había logrado sobrevivir? ¿Cómo había logrado llegar hasta allí sin un dejo de cansancio, sin un rasguño, ni apariencia de superviviente? ¿Realmente era ella?
Nadie lo supo, ella simplemente no dijo nada. Lo único que advirtió fue que la dejaran tranquila, porque no podía dar ningún tipo de explicaciones.







1

Habían sido unas estupendas vacaciones en Italia. Tres semanas de viaje por distintas ciudades  lograron olvidarme un poco de la universidad, y el estrés que implicaba estudiar en el último año de ingeniería en informática.
Las últimas semanas de clase del primer semestre las había pasado estudiando para múltiples exámenes que me mantenían la mayor parte del día mirando la pantalla del computador portátil, escribiendo símbolos y códigos, unos jeroglíficos que sólo los geeks programadores como yo comprendíamos. Pero yo esperaba con ansias de que las vacaciones de invierno esta vez no las iba a pasar en casa en Viña del Mar, sino que tocaba conocer algo de Europa. Al principio pensé en viajar a España, ya que allí no iba a tener complicaciones con el idioma, pero luego decidí enfrentarme a un reto mayor, por lo que finalmente elegí Italia. Al menos el italiano es un idioma fácil de comprender, por su parecido con el español.
El viajar sola esta vez también implicaba un reto, pero el hecho de vivir de forma independiente por ya casi cuatro años, me había acostumbrado a la idea de no tener siempre a alguien a mi lado que solucionara mis problemas. Al ver esa tentadora oferta de vuelo en Internet no dudé en tomarla. Y así fue como comenzó mi viaje.

Apenas finalizado el semestre, la primera semana de julio, viajé a Santiago, la gran metrópolis contaminada, desde donde salía mi vuelo al atardecer. Tuve una corta escala en Madrid, de dos horas, en donde aproveché de mirar distintos tipos de artesanías en las tiendas de recuerdos.
Mi destino finalmente fue en La Toscana, en el aeropuerto internacional de Pisa.
Pisa es una ciudad hermosa, con su atractiva arquitectura antigua, a la cual no me cansaba de fotografiar cada detalle. También el Río Arno, con sus hermosos edificios color sepia reflejados en el agua. Y obviamente no me podía perder la torre de Pisa, en donde multitudes de personas se deformaban para sacarse la típica foto sosteniendo la torre fotografiada desde un ángulo exagerado para mostrarla aun mas torcida, como al punto de caerse sobre sus admiradores. A su lado la hermosa catedral y el baptisterio, adornando con áreas verdes la Piazza Miracoli.
También estuve en Firenze (Florencia), gran ciudad por donde pasa también el Río Arno. Visité su hermosa catedral con sus miles de detalles y pude admirar al fin la famosa escultura de mármol del David, de Miguel Ángel.
Así como bella, también cara, de Firenze me traslade a Lucca, antigua ciudad encantadora, como las demás, con una llamativa muralla a su alrededor, en el cual gaste casi toda la memoria de la cámara digital. Es de esas ciudades clásicas medievales de La Toscana que se han conservado por muchos siglos y que hoy en día podemos admirar en todo su esplendor.
Conocí algunos lugares rurales, alrededor de las ciudades, los cerros con plantaciones de olivos, castillos antiguos, en donde mayormente sólo quedaban las ruinas. Los colores de La Toscana, amarillos, verdes, rojos oxidados. Un placer para la mirada artística de aquellos pintores a los que a veces me incluyo.

2

Mis tres semanas de vacaciones habían pasado rápido. Descansé del estrés de la universidad enfocando toda mi atención al mundo totalmente distinto al que estaba acostumbrada.

Regresé al aeropuerto de Pisa y me di cuenta que mi vuelo se había atrasado media hora. Me aseguré de comer algo antes, ya que mi viaje era después de la hora de almuerzo, y lo más probable es que ya no me iban a dar nada en el avión antes de la noche.
El vuelo fue bastante tranquilo, me tocó un asiento en la ventana y el puesto a mi lado estaba vacío, por lo que dormité unas horas. Me despertaron para la cena. El sabor de la comida fue excelente, algo de gastronomía italiana. Finalicé con un vino tinto, para relajarme. Escuché algo de música y luego intenté  dormir. La noche fue tranquila y logré soñar un par de cosas que no recuerdo. Normalmente no solía dormir en los viajes, pero ése fue placentero.
A la mañana siguiente desperté para el desayuno. Los altavoces anunciaban de que faltaba poco para llegar a Sao Paulo, donde tenía escala de cinco horas. Descendimos al gran aeropuerto y pisé tierra brasileña. Estaba nublado aquel día pero hacia calor dentro del edificio. Las horas pasaban muy lentas y el aburrimiento aumentaba. Paseaba por el aeropuerto, mirando las mercancías de los distintos locales. Todo costaba tres veces más de lo que acostumbraba a gastar. Me senté a esperar a que pasara el tiempo para poder chequear mi siguiente vuelo. Me coloqué los audífonos y me sumergí en la música.

A medianoche ingresé al avión. La música me había hecho dormitar en el asiento por lo que no me di cuenta cuando abrieron la puerta del check-in. Muchas personas ya se habían organizado en varias filas, por orden de asiento. Yo no tenía asiento porque la aerolínea no me la había podido emitir en Italia, y la tuve que pedir allí. Me uní a una de las filas y me molesté un poco por la cantidad de personas delante mío.
El avión era pequeño con un pasillo con tres asientos a cada lado hacia las ventanas. Como un bus, pero más grande.
Más enojada estuve conmigo misma, cuando buscando mi fila de asientos, me di cuenta que no tenía ventana como yo quería, sino pasillo. Y para peor me había tocado la última fila de todas, en la cola del avión.
Decepcionada me senté y acomodé mi equipaje de mano que constaba de una mochila que llevaba mi chaqueta de cuero, por si hiciere frío al llegar a Santiago. También llevaba la música que me acompañaba en todos los viajes.
La idea de sentarme en la ventana era de ver la Cordillera de los Andes al sobrevolarla. Íbamos a aterrizar en la madrugada, al amanecer, pero de todas formas algo se podía divisar y la vista desde la altura debía ser genial.
Recibí la cena y pedí un amareto que  tal vez me ayudaba  a dormir. Conecté los audífonos que venían junto a una almohada y una frazada, y averigüé que tipo de películas había disponibles, en la pantalla al frente. Finalmente me decidí por una música tranquila New Age para tratar de sentir algo de sueño. Fue algo imposible, ya que no tenía sueño en absoluto. Desconecté los audífonos y me acomodé en el asiento. Casi no podía reclinarme, y dormir recta se convertía en todo un reto. Cerré los ojos pero no pude conciliar el sueño. Temía estar cansada todo el siguiente día, pero ¿que podía hacer?
No llevaba unos quince minutos dormitando cuando unos movimientos me despertaron. Abrí los ojos y noté que los demás pasajeros estaban durmiendo. Yo parecía ser la única persona que parecía no poder  dormir. Estábamos pasando por turbulencias y los movimientos bruscos no me dejaban descansar. En las altavoces nos advirtieron sobre las turbulencias, y que mantuviéramos los cinturones de seguridad abrochados. Me recosté nuevamente pero ya ni siquiera podía dormitar. Los movimientos eran cada vez más fuertes y yo me imaginaba mareada. Me levanté y fui al baño a refrescarme la cara. Volví a acomodarme en el asiento y cerré los ojos. Desistí en escuchar música a pesar de que lo deseaba, porque pensaba en el cansancio del día siguiente; aterrizaría en Santiago, pasaría por inmigraciones, buscaría mi equipaje entre las tantas maletas que pertenecían a los demás pasajeros. Luego saldría a respirar el aire contaminado de la capital. Buscaría un bus de acercamiento hacia el terminal de buses. El viaje continuaría en un bus hacia la ciudad de Viña del Mar aproximadamente dos horas hacia la costa. Luego tomaría otro bus urbano que me acercara hasta mi casa, para llegar al fin a mi hogar cansada, con sueño y a dormir el resto del día incapaz de hacer algo sin antes haber perdido un día entero en la cama. El sólo hecho de imaginarlo me bajaba el ánimo. Disfrutaba de los viajes en avión, pero odiaba aquellos en bus. El aire acondicionado de los aviones me hacían sudar, mi cabello se aplastaba, y tenía que aguantar varias horas sin poder ducharme, y luego tener que salir al calor de la ciudad era desagradable.
Las turbulencias se hicieron más fuertes y más incómodas. Algunos pasajeros habían despertado y estaban preocupados. Por las altavoces nuevamente nos sugerían permanecer tranquilos en los asientos, que todo era absolutamente normal por el mal tiempo.
Siempre volví a recordar ese día y a preguntarme si realmente me había dado cuenta de la situación antes de que sucediera. Como una especie de intuición. Comencé a asustarme mucho. Los demás estaban alarmados, y todo sucedió muy rápido.
Sentimos un fuerte temblor y la inestabilidad en que atravesaba la tormenta. Algunos gritaron y luego nos cayeron las bolsas de oxígeno sobre nuestras cabezas. Sentimos como si una mano gigante nos tomara y nos agitara con todas sus fuerzas por los aires, descendiendo a gran velocidad. El piloto dijo algunas cosas que no recuerdo entre una multitud alborotada. Y sentí miedo, por primera vez en mi vida sentí ese miedo profundo por mi vida, por terminar en medio de un montón de chatarra, sin poder huir. Caíamos desde los aires, atravesando distintos estados de presión, y finalizamos en un lugar incierto.

3

Recuerdo que desperté en un momento, estaba todo oscuro a mi alrededor, no podía oír ningún ruido y todo estaba quieto. No sabía donde me encontraba hasta que recordé que me había subido a un avión. En medio de pesadillas sentí mucho frío, pero estaba demasiado dormida como para remediarlo.
Volví a despertar, seguramente muchas horas después. Estaba rodeada de una tenue luz, todo estaba quieto y en silencio. Intenté moverme para mirar a mi alrededor, me costó levantarme de mi asiento, el que se encontraba muy inclinado hacia el pasillo. Cuando mis ojos al fin se acostumbraron a la luz y distinguí mi alrededor, me llevé un gran susto. El avión se encontraba inclinado, apoyado hacia la pared de las ventanas de la otra fila de asientos, los cuales estaban destruidos. Los pasajeros de aquellos asientos eran cadáveres molidos. Algunos de mi fila de asientos habían caído sobre los otros, o estaban esparcidos por los pasillos. El espectáculo fue horroroso. Cadáveres dispersos, ventanas rotas, asientos aplastados por toneladas de chatarra. La punta del avión se había hecho pedazos y había sepultado los pasajeros de la primera clase. Rápidamente me liberé de mi asiento, avanzando con cuidado por el pasillo, evitando ver demasiados detalles, como la última expresión de las personas antes de morir. No podía sentir mi brazo izquierdo, el cual debió haber recibido un golpe de la persona a mi lado. Avancé con dificultad llamando a alguien, para recibir respuesta de los sobrevivientes. Pero no escuché nada, ningún ruido que me despertada de aquella aterradora pesadilla.
No recuerdo cuanto esperé por algún llamado de auxilio, o algún llanto de un herido. Lo único que deseaba era huir de allí, alejarme de ese montón de cadáveres que se mezclaba con la chatarra destruida, casi enterrada en la  nieve. Tomé mi equipaje de mano y me fui.
No tenía la sensibilidad para apreciar el paisaje nevado, la alta cordillera extendiéndose hacia donde podía mirar. Las cumbres que me rodeaban eran como una jaula amenazante. Todo blanco, todo frío, y yo sintiéndome fatal.

Emprendí el camino dificultoso por la nieve fresca, la cual me congelaba las piernas. No tenía opción. No quería quedarme en medio de cadáveres ¡y no había nadie vivo! Rechacé de inmediato la interrogante del por qué sólo yo había sobrevivido. Sólo quería avanzar, alejarme de allí, abandonar ese accidente y llegar lo más pronto a un lugar y pedir ayuda. Pero no tenía idea hacia que dirección caminar. ¡Ni siquiera sabía donde me encontraba!
No sentía los pies, no sentía mi brazo, y el frío me penetraba hasta en los huesos. Me sentí muy cansada pero me obligué a seguir, a continuar, y no abandonar los esfuerzos. Mi vida dependía de ello.
No recuerdo cuanto avancé, pero debieron haber sido muchas horas y haber avanzado muy poco. Sólo sé que en algún lugar de la Cordillera de los Andes me desmayé en medio de la nieve, sola, aterrada, y sin esperanzas de llegar a una zona habitada antes del anochecer.

4

Desperté sin saber cuanto tiempo había dormido. Abrí los ojos recorriendo con la mirada la habitación. Era un dormitorio muy agradable, el cielo y las paredes eran tablas de madera, las cortinas blancas estaban cerradas. Había silencio. Estaba desconcertada, ¿dónde me encontraba?
De inmediato recordé todo lo sucedido anteriormente, ¿había sido un sueño? Traté de mover el brazo izquierdo, y sentí dolor. Bajo mis pies había una bolsa de agua caliente y me encontraba bastante abrigada y con un plumón encima. Era muy cómodo, sin embargo, ¿dónde estaba?
Al cabo de unos minutos una figura entró en la habitación, cerró la puerta con cuidado y se desplazó sin hacer ruido hasta mi cama. Me miró por un instante hasta percatarse de que ya estaba despierta. Me saludó con una amplia sonrisa y me preguntó como me sentía. Sin saber bien que contestarle miré a mi alrededor. Mi expresión debió relatar mi confusión.
“Estás en mi casa. Te encontré en la nieve, habías perdido el conocimiento.”
Traté de moverme y levantarme, pero él me detuvo. “Aún estás muy débil como para levantarte. Descansa, duerme, debiste haber pasado por mucho.”
No estaba muy segura si él realmente sabía acerca del accidente, pero asumí de que algo debía suponer, ya que no preguntó por qué me encontraba sola. Me cambió la bolsa de agua por una más caliente, y me sugirió dormir. Al parecer le hice caso.

Al despertar nuevamente, él estaba sentado a los pies de mi cama. Me ayudó a levantarme y me llevó al cuarto de baño. Me ofreció un baño caliente en su tina, argumentando que era lo mejor para evitar enfermarme. Me había encontrado congelada, y de no haber sido que pasaba de casualidad por ahí, me habría muerto.
El baño de agua caliente fue muy placentero. Aún me encontraba confundida por todo lo que había sucedido, pero estaba agradecida de que todo había terminado bien... para mi.

La casa era muy acogedora, una cabaña de madera equipada con todo lo necesario para el invierno en medio de la nevada cordillera. Tenía grandes ventanales térmicos, a través de los cuales se podía apreciar el hermoso paisaje blanco, y las majestuosas montañas al fondo.
Karim, mi salvador, me había preparado chocolate caliente. Disfrutaba ver los copos de nieve caer, como pequeños algodones que cubrían todos los rastros del horror vivido, mientras adentro el fuego ardía en la chimenea. Así me pasaba las tardes, entre conversaciones con Karim, y soñando despierta, mientras observaba el tranquilo pasar del tiempo, a través de las ventanas.
Él me contaba que vivía allí, lejos de la civilización, dedicándose a escribir. Era un poeta escritor que pasaba los inviernos en su cabaña, de la cual nadie tenía registro. Acercándose el verano regresaba a Buenos Aires, a continuar con su rutina y su trabajo. Todo lo que había en la cabaña, se lo había arreglado solo, como ermitaño pasaba allí los meses helados, solo y feliz, sin que nadie interrumpiera sus obras de arte. Era algo nuevo para mi, quien amaba el caluroso verano, pero un nuevo placer había descubierto, y comprendía a la perfección la inspiración al observar  por las tardes los copos de nieve en silencio, y descubrir tras ellos, todo un mundo imaginario.

El tiempo que pasé allí en medio de las montañas fue sereno y hermoso. Yo sabía que algún día iba a regresar a visitar a Karim en su cabaña, o tal vez él se tomaba un tiempo para visitarme en Chile. Siempre estaré muy agradecida de que la casualidad del destino lo haya guiado hasta mí, para apartarme de aquel fin, los cuidados que recibí, y el haberme acompañado hasta el último minuto, cuando bajamos la cordillera en su trineo hasta el primer poblado argentino, en donde pude anunciar que había sobrevivido. Siempre cumpliré su única petición; que no hablara sobre nuestro encuentro, o su existencia en esas tierras sin dueño.
“Nunca, pero nunca, relates lo que viviste en la montaña, que conociste a una persona y que estuviste en su cabaña. Nunca nadie debe enterarse de que vivo allí arriba, alejado de la sociedad, rodeado de naturaleza. Vete en paz, la vida te ha dado una nueva oportunidad.”