13 de noviembre de 2009

Inés



Permanecí con Thais a cubierta a balancearnos en las hamacas.
El sol y el aire salino nos resecaban la piel El pequeño balance de la Yhar (el barco) nos adormecía cuando llegó Ciro con café. Se sentó junto a nosotras y comenzó a relatar algo de su vida.

-“Hace unos años atrás en la universidad, cuando estudiaba Transporte Marítimo tuve un romance muy hermoso. Ella era desconocida, a veces la veía caminar por los pasillos o por la calle, al irse por la tarde a su casa. Por lo que después supe, ella estudiaba astronomía, por lo que no teníamos ninguna relación. Al verla más seguido al cruzarnos comencé a darme cuenta que sentía una atracción extraña hacia ella. Ella me miraba con sus hermosos ojos color miel, pero los dos éramos demasiado tímidos para entablar conversación, solo la saludaba en mi mente al verla pasar clavándole los ojos en los suyos. Un día me encontraba en una sala cuando ella entró. Nos encontrábamos solos dentro. Entonces allí la conocí; no hablaba mucho, pero era suficiente. Se llamaba Inés. En ese momento me di cuenta que sus ojos enamoraron mi corazón al instante. Entablé una corta conversación, y de ese día se quedó atrapada entre mis pensamientos. Cuando la volví a ver una tarde en la ciudad, cerca del mar, volvimos a conversar y entonces comprendí que ella era para mí. Pasé un tiempo en la playa con ella, la abracé y ella me abrazó. El aire salino jugaba con su cabello dorado. No hablábamos, no nos comunicábamos con palabras. Eso era lo asombroso de nuestra relación, por eso fue tan especial. Lo primero que hice fue besarla y ella me correspondió en silencio. Pasamos largos ratos juntos, al lado del mar, cerca de las olas que brillaban con el sol. Ella me mostró las estrellas. Nos acostábamos en la arena y miramos esas pequeñas luces en el cielo por largas horas. Vimos la luna nacer y desaparecer. Siempre me miraba, curiosa, tierna, me sonreía, le sonreía al sol. Fue como si en un principio había quedado claro que las miradas estaban destinadas para nosotros. Miradas perdidas en el mar, en las estrellas y en la eternidad de las cosas. Nunca tuvimos una larga conversación, comunicábamos lo justo y necesario, no hacía falta, una mirada era más que mil palabras. Sus bellos ojos me acariciaban el alma. Es por eso que nunca supe mucho de ella. Fue como si no la conociera, y a la vez sentía que la conocía de toda la vida. No peleábamos. Hay veces en que las palabras hieren o nos hacen enojar. Ese no fue nuestro caso. Todo lo que supe alguna vez de ella, lo escribía en cartas. Nos escribíamos la vida mutuamente en cartas de amor, palabras de sentimientos. Estuvimos justos mucho tiempo, ni demasiado poco, ni en exceso; fue perfecto. Fue alrededor de un año. Cuando terminó el año ella se fue, se fue a otra universidad en otra ciudad. Me escribió que tenía que mudarse con su familia a Irlanda. Con gusto la hubiera seguido al final del mundo, pero no podía, tenía mi vida, mi carrera universitaria y mi entorno en Inglaterra. Pude distinguir sus ojos tristes. Pero yo le dejé claro que no se preocupara, que era libre. Lo nuestro era una relación de miradas, no de palabras y eso no iba a poder seguir eternamente, así que la deje ir. Y se fue. Jamás volví a saber nada de ella. El día de su partida me dejó una carta, la más extensa de todas, las palabras más profundas, me contó las cosas que no me había dicho antes, derramaba su amor de esta relación. Concluyó que fue lo más hermoso que había vivido. Le dije que también sentía lo mismo. Y así acabó, se fue la mirada más bella que inundó mi corazón. Cuando se había ido no me sentí mal. Simplemente me sentí realizado de algo que pasó, que logró satisfacerme por completo, algo que jamás pensé que podía sucederme. La recuerdo con respeto, con cariño. A veces sueño con ella, con sus ojos. Hay veces en que deseo saber que ha sido de su vida. Pero por otro lado entiendo que si hubiéramos terminado hablando o si hubiéramos seguido en contacto, esa magia se habría perdido y no habría sido lo mismo. Creo que ella pensó lo mismo. Desde ese momento la recuerdo, Inés y el mar.”
-“…Sus ojos perdidos en el mar.” Terminé el relato.

Thais me observó en silencio, luego miró a Ciro. Había sido una experiencia muy hermosa. Agradable para reflexionar, pero con un final triste. Jamás se me hubiera ocurrido tener un romance sin poder hablar con la pareja. “Simplemente una mirada es suficiente para hablar…” dice una canción. Quizás sea mejor, porque uno no se contradice, no se hiere, como dice Ciro. Pero uno tiende a tener siempre esa necesidad de querer comunicarse, de querer expresarme como soy, quiero que la gente que me rodea y que me interesa sepa quien soy. Por eso me gusta conversar. Es agradable conversar con Thais o con Ciro largas horas por la noche o en una tarde de descanso. Es genial intercambiar ideas, opiniones, puntos de vista. Pero Ciro tuvo una experiencia diferente, amor espiritual, donde es el amor puro que sostiene a la pareja.

Comienza a hacer demasiado calor. El sol clava sus rayos sobre mis brazos pálidos y los enrojece. Thais se ha quedado dormida en la hamaca. Ciro le ha puesto un quitasol encima para que no le dé insolación. El mira hacia el horizonte, hacia el infinito, soñando con una persona que un día conoció. Yo me lo imagino perfectamente en aquella relación. La mirada de Ciro es relajante, tranquila, expresa amor incondicional. Sus profundos ojos negros no dan a reconocer la pupila, ocultando así la parte más visible del alma… o eso es lo que dicen.




(Capítulo de novela: La frontera final)